Dan ganas de abrazarlo, de consolarlo, de protegerlo.
El protagonista de «Solito», el libro de memorias del escritor y poeta Javier Zamora, es un niño de 9 años que realiza un viaje imposible, terrible, un viaje que nadie debería tener que hacer.
A esa edad, Zamora dejó su pueblo natal en El Salvador con el objetivo de llegar a Estados Unidos para a reunirse con sus padres, que habían partido antes que él: el papá huyendo de la guerra civil, la mamá unos años después para reencontrarse con su esposo y buscar nuevas oportunidades.
Su abuelo lo acompañó hasta Guatemala, pero luego Javier, alias «Chepito», tuvo que seguir solo y atravesar México y el desierto de Sonora, junto a otros migrantes que seguían su misma ruta. Muchos se quedaron en el camino. Fueron detenidos, murieron o simplemente desaparecieron.
La travesía debía durar dos semanas, pero por una traición duró nueve. «Solito» habla de lo que ocurrió en esos 49 días y de las relaciones que nacieron en ese trayecto.
«Por primera vez me sentí alone, lonely, solo, solito, solito de verdad«… Empecemos por esta frase que le da título al libro y que refleja una soledad muy desoladora. ¿Qué sentiste al escribirla por ese niño que fuiste?
Recuerdo que cuando escribí esa oración, me salió así a la primera, no le hice cambios. Creo que marcó un momento y de alguna manera encapsula lo que he sentido al trabajar en el libro, que es como un reconocimiento de lo que me ocurrió, de lo que sufrí, que es algo que me ha costado mucho tiempo aceptar.
Yo llegué a Estados Unidos a los 9 años y no comencé a escribir estas memorias hasta los 29. Tuvieron que pasar 20 años para que me atreviera a recordar y a dejar atrás ese escudo masculino, de hombre latino, tan machista, que cree que si uno no piensa en algo simplemente desaparece.
Pero sucedió. Y escribirlo me liberó, me ayudó a sanar.
Claro que el título no lo elegí yo, y cuando mi agente me lo propuso a mí no me gustaba nada.
¿Por qué?
Quizás porque estaba en medio de una terapia y aún no estaba preparado para enfrentarme a esa desolación. Que es muy grande.
En realidad, si pienso en el título, yo creo que no tuve una sino tres soledades.
La primera es haber crecido sin mis padres, sin mi papá que se va primero cuando tengo 1 año y sin mi mamá, que lo sigue cuando voy a cumplir 5.
La segunda ocurre cuando mi abuelo, que me acompañó hasta Guatemala, regresa a El Salvador, y me siento solito de verdad porque es la primera vez en la vida que no tengo a mi alrededor a alguien cercano.
Y la tercera se da cuando luego de sobrevivir junto a todos esos migrantes -sobre todo junto con Chino, Patricia y Carla, que se convirtieron en mi familia- llegamos a Estados Unidos y nos separamos. Se van, me quedo sin ellos.
De hecho, es muy paradójico que el libro termine cuando te encuentras con tus padres, y esa alegría enorme vaya acompañada de una pérdida que te duele tanto.
Sí. Probablemente esa es la soledad que me ha costado más. Es la que me oculté, la que olvidé por 20 años, hasta que comencé a escribir «Solito».
La de haber perdido a quienes literalmente me cargaron cuando ya no podía caminar, a los que me salvaron la vida.
Y al mismo tiempo que existe esa desolación tan profunda, en el libro abunda la ternura. ¿Estabas consciente de eso al escribir?
Sí, fue algo que hice conscientemente.
Me ayudó mucho que en 2017, dos años antes de empezar a escribir «Solito», yo había publicado en Estados Unidos mi primer libro, Unaccompanied (aún no traducido al español), que es un poemario.
Tenía 27 años, y al releerlo en medio de la terapia que estaba haciendo, me di cuenta de lo tristes que eran todos los poemas, que hablaban de mi papá durante la guerra civil de El Salvador, de mi vida en Estados Unidos sin papeles, y de cruzar la frontera, el borde.
Y al reconocer el enojo y el resentimiento que esos versos tenían hacia mí mismo, hacia mis padres, hacia EE.UU., entendí que me estaba engañando, que yo era mucho más que ese trauma.
Así que cuando tomé la decisión de escribir mis memorias en prosa, me propuse ser más tierno conmigo mismo y con los migrantes con los que viajé.
Es, además, mi forma de criticar lo que los periodistas escribían en esa época, cuando se produjo la crisis en la frontera y parecía que por primera vez descubrían que había niños migrantes.
Siendo yo uno de ellos, me dolía lo que leía, esos reportajes que nos reducían a una estadística o al perfil de alguien que sufre, que es un pobrecito al que hay que ayudar.
Yo sabía que eso no era todo, que no nos pasamos las 24 horas sufriendo. También hay momentos tiernos, momentos chistosos, de pura alegría, al comer por ejemplo, al probar tacos, y en tantas otras cosas que espero que hayan quedado capturadas en el libro.
De hecho, uno de los momentos más conmovedores del libro sucede cuando la policía migratoria los detiene y los obliga a tenderse en el suelo con las extremidades extendidas, y tú te imaginas que eres Superman y que estás volando. Es una imagen que rompe el corazón. ¿Es real o una licencia literaria?
Yo estoy convencido de que ocurrió.
Creo que es la técnica que usó mi cerebro para disociar, para no estar ahí tirado en el suelo con soldados apuntándonos. Preferí volar o jugar con la lagartija que apareció en ese momento y a la que llamé Paula.
Haciendo eso, trasciendo la escena, me voy.
Y sé que pasó, que es verdad, porque todavía hoy cuando estoy en una situación en la que no quiero estar, por ejemplo en una conversación que no me gusta con mi esposa, yo digo «oh, mira, mira el pájaro, mira cómo vuela».
Es algo que nunca se va, que aprendí de niño por el trauma, y que aún está conmigo.
Entiendo que la primera escena que escribiste es la del bote que toman desde Guatemala para llegar a México, que aunque contiene la dulzura de cómo te cuidan tus acompañantes, describe una situación brutal con detalles raramente mencionados en la prensa, que solo habla de los naufragios o de los que logran cruzar y quedan detenidos o atrapados…
Yo empecé a escribir el libro como una memoria tradicional, como un hombre de 29 años, poeta, que recuerda las peores nueve semanas de su vida.
Pero incluso yo como escritor me aburría con lo que escribía.
Fue en esos días cuando mi terapeuta me sugirió hacer el ejercicio de pensar qué sucedería si me conectara con ese niño con el que por 20 años no había querido hablar ni ponerme en su piel, en sus zapatos.
Estamos hablando de 2019 y en los periódicos seguía habiendo muy poco entendimiento de lo que es emigrar a Estados Unidos. Solo se hablaba de las caravanas de caminantes o de La Bestia.
Pero esa no era mi historia ni mi ruta. Y nadie escribía de estos botes, que por lo demás todavía se usan.
Era algo que me enojaba. Y cuando me puse a escribir, me salió este episodio, que redacté de forma casi compulsiva, sin frenar.
Fue una experiencia dura, pero escribirlo en presente me ayudó a recordar muchas cosas, como el olor del mar mezclado con el de la gasolina y el del sudor; o el mareo y el vómito de los que iban conmigo y cómo el viento nos devolvía lo que vomitaban y todos nos impregnábamos de ello; o el hombre que gritaba porque le temía al mar y no sabía nadar y que me dio mucho, mucho miedo, porque yo tampoco sabía nadar.
¿Tenías miedo de morirte o te asustaba más no llegar a tu destino, no reencontrarte con tus padres?
No sé si a esa edad yo entendía cognitivamente el concepto de la muerte, aunque como todo ser humano, seguro la intuía.
Pero ver a los adultos tan llenos de miedo, me causó un gran horror, un terror que no se olvida, que te marca.
Uno podría decir que en paralelo a la travesía, el libro es como un viaje inaugural en el que nombras muchas cosas que aprendes o te pasan por primera vez, desde amarrarte los cordones de los zapatos, a conocer países nuevos, comidas que no habías probado, tu atracción hacia Carla…
Sí, hay cosas lindas que me pasaron en ese viaje, pero en perspectiva me he dado cuenta de que yo no tuve niñez, que la perdí en el viaje. Y eso es triste.
Entrevista de Carolina Robino