Una década de la noche de Iguala y aún faltan los 43

Hace 10 años la vida de 43 familias quedó destrozada tras la desaparición de igual número de estudiantes. Apenas meses antes los habían enviado a la Normal Rural de Ayotzinapa para alcanzar un futuro mejor que el suyo. Desde entonces, lejos de cumplir ese anhelo, su existencia se convirtió en un peregrinaje que incluye una pregunta: ¿dónde están?

En estos años de búsqueda y de lucha, los impactos son innegables: varios padres están muy enfermos, cinco han muerto; su unión familiar ya no existe, y la tristeza se ha tatuado en sus rostros. Como si todo hubiera ocurrido ayer.

En medio de su tragedia, dicen, los gobiernos les han tratado de imponer supuestas verdades sobre lo sucedido la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, cuando sus hijos fueron atacados por policías municipales, estatales y federales e integrantes del cártel Guerreros Unidos. Todo ello, mientras trataban de tomar algunos autobuses para trasladarse a la Ciudad de México, donde participarían en la marcha del 2 de octubre.

Aseveran que las autoridades han intentado dividir a las familias para desarticular su movimiento, logrando que apenas unos cuantos se separen. Su vocero es Felipe de la Cruz, padre de un estudiante sobreviviente y quien hace tres años compitió por una diputación con Morena.

Por eso, como lo hicieron frente a los presidentes Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, las familias porfían ahora ante Claudia Sheinbaum: que se comprometa a decirnos la verdad. Como padres ya no queremos seguir recibiendo tanta mentira. Lo que pedimos es saber el paradero de nuestros hijos.

Familiares de algunos de esos muchachos expresan, en entrevistas con La Jornada, su frustración y dolor porque las investigaciones no han conducido a los resultados que ellos reclaman y su lucha se ha complicado por las secuelas de estar 10 años en búsqueda.

Su largo caminar incluye más de 120 marchas sólo en la Ciudad de México, adonde cada mes sin importar las inclemencias del tiempo ni los dolores del cuerpo, llegan desde Guerrero portando carteles con las fotografías de sus hijos para recordarle al gobierno y al país que no se han dado por vencidos.

Las jornadas de protesta han incluido manifestaciones y plantones en instituciones federales, en cuarteles militares y frente a las puertas de Palacio Nacional, donde han soportado todo, durmiendo en colchonetas tendidas sobre el pavimento.

En sus momentos iniciales, los reclamos fueron acompañados por miles de personas que colmaban las calles, pero al paso del tiempo se ha visto una menor presencia de gente solidaria. Sus aliados permanentes han sido sobre todo estudiantes normalistas, sus abogados de raíces guerrerenses del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan y Miguel Agustín Pro Juárez, además de organizaciones indígenas y populares.

Cristina Bautista ha vivido cada uno de esos días de protesta siempre con la imagen de su hijo Benjamín Ascencio cercana al corazón. Nunca nadie se imaginó que íbamos a llegar a 10 años sin tener resultados, sin saber de nuestros hijos y que esta lucha sería tan larga. Yo recuerdo que en su momento dije que no iba a aguantar mucho tiempo sin saber nada de ellos, pero aquí seguimos, lamenta.

Madres de los desaparecidos protestan en la Ciudad de México. Foto Óscar Alvarado

En este extenuante caminar cinco padres y madres fallecieron de cáncer, covid y otras enfermedades crónicas, sin haber cumplido su anhelo de ver a sus hijos nuevamente y de obtener justicia. Ellos son: en 2018, Minerva Bello, madre de Everardo Rodríguez, y Tomás Ramírez, padre de Julio César (asesinado la noche del 26 de septiembre de 2014). En 2021, Saúl Bruno, padre de Saúl, y Bernardo Campos, padre de José Ángel. El más reciente, en 2022, Ezequiel Mora, padre de Alexander.

Para las familias han sido 3 mil 653 días en los que la tristeza ha invadido sus hogares por el vacío que han dejado sus hijos. Eran jóvenes de entre 18 y 24 años de edad, algunos con hijos, que antes de irse a la normal apoyaban a sus padres la siembra y cosecha de frutas y verduras, así como en trabajos de albañilería. En sus comunidades, sobre todo en la Costa Chica y de La Montaña de Guerrero, algunos participaban en grupos de danza folclórica.

Una desaparición destruye toda la familia, se acaba prácticamente todo, sentencian padres y madres en un ejercicio por externar su dolor, ya que –aseguran– el estar en lucha también te obliga a alejarte de tus demás seres queridos, a perder el empleo y a sufrir daños a la salud a los que es imposible rehuir por el tiempo.

Así ha sido para Clemente Rodríguez, padre de Christian Alfonso –uno de los tres normalistas de quienes se han encontrado restos óseos–, quien comparte que antes de 2014 su vida en Tixtla era otra: yo era un hombre con mucha fuerza, me dedicaba a vender agua de garrafón en las calles y en las tardes andaba en mis porquerizas, tenía mis animalitos. Pero después de la desaparición de mi hijo, el cuerpo ha ido como decayendo, me he enfermado, tengo dolor de cabeza constante y llevo como ocho años con zumbidos en el oído por el vértigo. Para mantener a mi familia ahora vendo artesanías y mezcal.

Los médicos, comenta, le han recomendado distraerse, salir a caminar o escuchar música para sentirse mejor. Pero lo que a él realmente le ayuda es desahogarse, contar cómo fue la desaparición de su hijo y qué avances hay. Me gusta encontrarme con estudiantes, ir a escuelas y foros porque ahí puedo compartir todo lo que ha pasado, lo que nos dice el gobierno y las fallas que ha tenido, expresa.

En el caso de Hilda Legideño, madre de Jorge Antonio Tizapa, la necesidad de participar en las marchas, ir a reuniones con el gobierno, acudir a las asambleas y apoyar a las organizaciones aliadas la ha llevado a alejarse de su familia. Entre lágrimas reconoce que la convivencia en su hogar ha cambiado por completo.

Tengo otros hijos a los que quiero y estoy con ellos lo más que puedo, pero debo dejarlos para salir a buscar a su hermano. El tener un hijo desaparecido es prácticamente perder todo, no puedes estar tranquila, se duele.

Incluso algunos de sus familiares viven con el temor de que algo malo pueda ocurrirles. Una de ellas es su nieta, quien cada que ve a su abuela despedirse para salir a una marcha en el estado o en la capital del país, le suplica que no se vaya porque tengo miedo de que te pase algo. Hilda Legideño les responde que debe irse para seguir tocando puertas, porque si estando presentes no hemos logrado tener la verdad, ahora si no vamos ¡imagínate!

En la familia del normalista Miguel Ángel Hernández, las secuelas de su desaparición se han reflejado en su padre, Pablo Hernández, quien perdió su trabajo de chofer en una ruta de transporte en Guerrero, mientras su esposa, María –como varios de los padres y madres–, sufre diabetes.

En el caso de ella, la enfermedad se desarrolló a raíz de que fue amenazada en una de las protestas en la Ciudad de México. Un hombre la espantó diciéndole que la iba a matar si seguíamos aquí de revoltosos, cuenta Pablo.