Triste Navidad para migrantes en busca del ‘sueño americano’

Para miles de migrantes varados en la Ciudad de México a la espera de realizar el trámite migratorio requerido y continuar su peregrinar rumbo a Estados Unidos, la Nochebuena es una noche más de espera, en la que poco hay de fiesta y mucho de desesperanza.

En el campamento migrante instalado en la Plaza de la Soledad, en la zona de La Merced, a Jenny Urbino, de Honduras, se le corta la voz al recordar que hace un año pasó Navidad con su familia, pero por primera vez no estará con sus hijos de 25, 23, 20 y 13 años de edad.

Después de tomar aire e intentar retener el llanto, sin éxito, expresa: aquí a uno le da mucha depresión. Es difícil. Sus tres hijos mayores la animan a seguir, pero el más pequeño le pide regresar a casa. Me dice que vuelva, que le hago falta, pero yo estoy en este viaje para darles un mejor futuro a ellos, cuenta la hondureña.

Sin mayor emoción, engloba lo que significa en esta ocasión las festividades decembrinas. Para mí esto ya no es Navidad, no tengo ganas de celebrar nada.

Hace un año, Rosa Castillo, de Venezuela, pasó la Navidad en Colombia, lejos de su hogar pero con sus tres hijos. Ahora sólo se encuentra con dos de ellos y separada del tercero. Es horrible; mi familia está en Venezuela y yo acá sola con dos hijos, pero así es la voluntad de Dios, por algo nos tiene aquí. No me siento sola porque estoy con Dios, pero no es lo mismo estar con la familia.

Se ha hecho de una rutina que la lleva a acostarse desde las 8 de la noche y prepararse enseguida para dormir. Vive en una casa de madera, donde tiene todas sus pertenencias: un colchón viejo, un par de mudas de ropa, dos peluches, un sombrero, una gorra, una mesa de 50 centímetros y un plato.

Blanca Azucena, de la capital hondureña, trabaja en el tianguis, donde se topa con el vaivén de la gente en su frenesí por las compras. Los ojos parecen iluminarse cuando recuerda su última Navidad en su tierra con sus hijos de 7 y 3 años. “El 24 la pasamos supermega, salimos a comer, a comprar ropa. La pasamos felices… pero ya estoy lejos, es la primera Navidad que paso sin mis hijos, sin mi madre, sin mi familia”.

Al instante, se le hace agua la boca cuando recuerda que cenó tamales, pan, pollo horneado, un poco de todo. Este martes, añade, voy a estar metida en una carpa, ¿qué voy a estar festejando?

Tras varios meses en la Ciudad de México, ya perdió la esperanza de conseguir una cita por medio de la aplicación del CBP One del gobierno estadunidense, y sólo espera juntar dinero para un día subirse al tren y cruzar la frontera.

Para Luis Alejandro Castillo no es su primera Navidad fuera de casa: el año pasado estuvo con su esposa e hijos montados en el tren llamado La bestia la noche del 24 de diciembre. Es originario de Venezuela y ya conoce bien el recorrido desde Sudamérica, luego de haber sido retornado en tres ocasiones.

Lleva nueve meses en el campamento y ahora es el encargado de coordinar las labores de limpieza, con la intención de mejorar la higiene del lugar y aminorar los constantes reclamos que hacen los vecinos.

Hay mexicanos que los insultan o personas en situación de calle que les han robado, indica.

La víspera de Navidad está resignado a no celebrar. Muchos sí tienen para hacer su fiesta, pero yo debía un dinero, estoy pagando. Le prestaron 14 mil dólares que esperaba ya haber pagado.

Tiene un ranchito, o un puesto, donde vende empanadas venezolanas, similares a una quesadilla, con las que gana aproximadamente 300 pesos diarios, de los cuales 200 son para comer y 100 para intentar pagar su deuda.

En otro sitio pasa el día Alexa, una mujer trans que dejó su hogar en Honduras y quien lleva ocho meses en la capital mexicana. Con tono serio, relata que no ha festejado ninguna fecha, y sólo está pendiente de concretar una cita mediante la aplicación CBP One. De contar con alguna, al otro día saldría rumbo a la frontera norte, por lo que prefiere no festejar.

Aunque la mayoría de quienes habitan en el campamento son migrantes, también hay mexicanos en situación de calle o que buscan unirse a algún grupo que los lleve al país vecino.

Desde febrero, Lupita prefirió dejar la casa donde vivía por problemas con la familia de su esposo y construir su casita, una estructura hecha con madera, láminas, y forrada con propaganda electoral, y cuya entrada está adornada con un pequeño árbol de Navidad.

Pasa los días junto a sus hijos, en medio de quienes fuman desde sus pequeñas casas, y cuyo humo atraviesa sin dificultad a donde Lupita pernocta con los menores.